miércoles, 20 de octubre de 2010

Apuntes del valle sagrado de los Incas


El día en Luxemburgo fue horrible, con lluvia y viento propios de una etapa alpina del Tour de Francia pero sin una pizca de épica. En el trabajo rutina, resaca de los martes, el día agotador por definición en mi servicio. LLego a casa -mi casa- y para animar mi autoestima pongo una lavadora (me alegra hacerlo, siento que hago algo útil). Llamo por teléfono a mi amigo José Luis y me cuenta que ha leido las entradas de este blog. ¡Caramba, qué sorpresa, con lo abanonado que lo tenía! Le prometo escribir cualquier cosa para retomar el hilo de mis viajes.

Estuve en Perú hace exactamente 3 años con mi amigo Flavio. Él es viajero por naturaleza, yo no, a él le debo haber conocido tantas maravillas y aunque no sé si alguna vez leerá este blog, me gustaría dejar constancia de la inmensa gratitud y afecto que tengo por él. Vaya, estoy hecho un sentimental... Al ataque con los Incas, ¡menos rollos!

El primer día lo pasamos en Lima, a donde llegamos tras hacer escala en Amsterdam, en una especie de posada de lo más cutre. Mis anotaciones del cuaderno hablan con cierto desdén de la megápolis tras la primera impresión: Ciudad de espaldas al mar. Gigantesca masa de casas a los lados de la autopista. Me pregunto como la gente puede vivir allí, día tras día, como se puede sobrevivir entre semejante aglomeración de carteles, coches y caminos. Para el recuerdo, una iglesia en el centro repleta de gente. Bullicio inaudito de domingo por la tarde. Mientras el sacerdote daba su sermón, se formaba una larga fila de gente en un costado para tocar una cruz plateada, enorme y misteriosa. Del resto, acaso rescatar la primera imagen de la Plaza de Armas, me sorprendió su gran tamaño, el intenso color amarillo de sus edificios, la vivacidad del ambiente. Ahí ya supe que estaba en otro continente, en otra cultura, en otro mundo...

Fue llegar a Cuzco, el segundo día, y empezar a disfrutar de verdad. Dice mi cuaderno: la ciudad puma (por su forma), capital del imperio inca, convertida en joya de la humanidad con sus casas de teja, sus imponentes restos arqueológicos, sus preciosos edificios coloniales. Sus bellas plazas, imposibles de olvidar. De pronto, veo unas llamas junto al camino. ¡Qué curiosos y dóciles animales de compañía! Me asalta una niña con colgantes y figuritas en la mano. Le digo varias veces que no quiero comprar nada, luego me arrepiento. Las cruces incas son tan bonitas y sencillas que no me puedo resisitir. Empiezo sin quererlo a descubir una civilización tan apasionante como desconocida para mí.

Al tercer día nos levantamos al alba para contemplar la ciudad en todo su esplendor. ¡Cuzco es maravilloso! Desde la loma de nuestra residencia, se observa un espectáculo sobrecogedor, sobre todo después de haber aprendido un poco de la gestación de la ciudad por los incas y visitado algunos de sus enclaves más importantes. Desde luego aquí sí que hubo un choque de civilizaciones. Me puedo imaginar a Pizarro entrando a caballo por esta ciudad como un elefante en una cacharrería (Lo he de imaginar ya que los guías turísticas apenas lo mencionan, como si la conquista española no hubiera existido). Por la noche dimos un evocador paseo, aunque lo cierto es que no dejaron de asaltarnos los lugareños con propuestas para ir de discotecas.

El viaje de Cuzco a Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas, lo realizamos en gran parte en un coche-taxi (por cuatro perras, te ahorras el discurso de los guías y las tontunas de los turistas). Fue maravilloso visitar los pueblecitos del valle sagrado sin apenas compañía extraña. Me cautivan los colores de la montaña, el ocre, el verde claro, el color tierra. La explanada de Chinchero, algo sublime. Hemos visto varias ruinas por el camino, todas muy particulares, pero lo mejor ha sido el contacto con la gente cuando hemos ido a comprar objetos de artesanía. Alejados de los circuitos turísticos, gracias a la buenas gestiones de Flavio, la gente se muestra muy amable y muy agradecida.

La etapa del tren y la noche en Aguas Calientes me la salto. Demasiado turístico, la amarga sensación de pertenecer a la manada. Sólo cuento que nos levantamos antes de las cinco de la mañana para ser los primeros en ver la ciudad perdida. Transcribo mis primeras impresiones desde el lugar, anotadas con frenesí:

En mitad de la selva, en la cima de una pequeña montaña, dos cabañas de piedra, con los techos de paja, anticipan el escenario más bello que jamás vieron mis ojos. Una ciudad bajo la niebla, aislada del mundo y del tiempo; el corazón de una civilización perdida que una mañana decidió abanonar sin más el paraiso. Escribo desde Machu Picchu, una ciudad viva escondida entre nubes. Este lugar es espectacular, maravilloso, único. Pasamos todo el día extasiados en la ciudadela. Tuve tiempo para pintar con rotuladores pero tampoco me salió nada extraordinario. Fotos saqué sin parar, no era para menos. Al final del día, tomamos un tren de vuelta a la civilización. Cuzco nos esperaba con su bulliciosa vida nocturna. ¡Me supo a gloria el primer whisky coca-cola de las américas!

Tras esta experiencia inolvidable, el viaje por Perú entró en otra dimensión. Pasamos un día en el autobús hasta llegar hasta la ciudad de Puno, a las orillas del Lago Titicaca. Antes pasamos por Juliaca, la ciudad más horrible que haya visto nunca. De ella digo en mi cuaderno, con mi habitual barroquismo: "pesadilla de casas bajas separadas a lo largo de varios kilómetros por caminos de tierra y polvo. Espanto habitado por 200.000 personas, coches y motocicletas desplazándose por el caos de un lugar abandonado por toda esperanza de belleza. ¡Qué contraste con la maravillosa naturaleza del altiplano!". Los siguientes días prefiero no recordarlos. Me puse malo de la tripa y no disfruté mucho del viaje en barco por el lago. En todo caso el viaje se volvió convencional, a mi gusto demasiado turístico. De mi cuaderno rescato una descripción del lugar, lírica y falsa: "El lago más alto del planeta es un océano en calma, un mar de algas entre lejanas montañas que alberga en su interior tantos mundos como pueblos habitan en sus islas". Yo en realidad me encontraba fatal, con ganas de salir de ese lugar, no sé por qué me paraba a escribir esas cosas tan ridículas.

De las inmediaciones del Lago Titicaca volamos a Arequipa, mágica ciudad entre volcanes de la que ya hablaré si puedo en otra ocasión. Un momento: creo que la lavadora ha acabado el ciclo programado y me tengo que poner a tender. Sabeis?, es una lavadora de carga superior, como la Otsein de mi casa de Madrid, pero esta tiene un cronómetro que dice lo que falta para finalizar. ¡Gran invento! Si he calculado bien, he tardado en escribir este post una hora y media. Me he dejado muchas cosas en el tintero, así que volveré otro día a recordar el viaje por Perú. Relataré como el hambre me obligó a zamparme una pobre alpaca; fue el día que vimos volar al cóndor en mitad de las montañas y luego no bañamos en aguas termales al aire libre. Luego contaré el episodio en el que comíamos hojas de coca e hicimos a 5.000 metros la ofrenda a la pachamama. No lo puedo evitar, me acuerdo del pobre de Moratinos, al que hoy dimitieron... ¡Mundo cruel!

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